La Capirotada, dulce manjar en peligro de extinción

Por: José Luis Juárez López

La Capirotada es una de esas antiguas preparaciones que poco a poco han ido desapareciendo de nuestro acervo culinario, cual especie en extinción, y resulta cada vez más difícil encontrarla en los lugares donde se le solía localizar con facilidad, como son los mercados y las cocinas económicas. Sería muy lamentable que ahora que estamos por comenzar un nuevo milenio se perdiera este platillo que echó raíces en nuestro país hace ya varios siglos, después de haber sorteado los vaivenes del tiempo.

Todavía hasta el comienzo de los años setenta era común que cada vez que se acercaba la vigilia, la capirotada, compuesta con pan, miel a base de piloncillo y canela, cacahuates, pasas y queso, hiciera su aparición entre los postres que se sirven todo el año, como el flan, las natillas y el arroz con leche.
La versión más antigua de este postre podemos verla en una copia del libro De re coquinaria, de Apicius, hecha hacia finales del siglo IV y comienzos del V. Ahí, entre los guisos y las preparaciones favoritas de los romanos de esas épocas, se encuentra la Sala Cattabia, antecedente de la capirotada. En las instrucciones se dice que hay que poner en un molde pedazos de pan remojados en agua mezclada con vinagre, luego agregar capas de queso de leche de vaca y pepinos, alternando con piñones, alcaparras finamente picadas, hígados de pollo cocidos, y encima de cada capa el aderezo. Es importante anotar que ya en esta receta romana se observan las constantes que caracterizarán a la capirotada: el pan como ingrediente principal y el modelo de capas sucesivas, alternando los ingredientes y el aderezo, que va tanto entre las capas como al final de éstas.
Posteriormente se fueron incorporando otros ingredientes, como puede verse en la capirotada de otro antiguo recetario: El libro de cozina, de Roberto de Nola, escrito hacia 1477. Roberto de Nola la presenta con el nombre de Almondrote, que es una capirotada que sigue el modelo de la de Apicius. De Nola nos dice que se irán poniendo en un plato hondo las rebanadas de pan tostadas y remojadas en caldo de carnero, las cuales se irán alternando con otras de carne de perdiz asada. Una vez lleno el plato, se le pondrá por encima el aderezo que De Nola llama almondrote –el cual se prepara majando en un mortero queso, dos cabezas de ajo, una cucharada de manteca, yemas de huevo y caldo de carnero frío– para finalmente echar por encima de todo manteca derretida.
Otro recetario que incluye la capirotada es el libro Arte de cocina, pastelería, viscochería y conservería, de Francisco Martínez Montiño, de 1611. Martínez Montiño, célebre cocinero de Felipe II, propone la capirotada con el nombre de Sopa de Capirotada, y la presenta muy recargada de carne al incluir lonjas de lomo de puerco y salchichas, además de usar, como De Nola, rebanadas de carne de perdiz asada. Martínez Montiño sustituye el simple pan tostado por unas torrejas hechas con miel, e introduce el queso rallado entre las capas.
En cuanto al aderezo, lo prepara con queso, ajo, caldo y huevos, y nos pide poner la sopa al fuego y retirarla cuando espese, para agregar por encima queso y azafrán y ponerla nuevamente al fuego, y cuando esté medio cocida echarle manteca de puerco y dejar que se termine de cocer.
Ni Roberto de Nola ni Francisco Martínez Montiño mencionan la capirotada como platillo de vigilia, pues ésta contiene carne, pero se ha sugerido que el plato tomó su nombre del gorro que solían llevar los monjes participantes en las procesiones de Semana Santa, y que se define como un cucurucho enorme con varias superposiciones, un capirote.
Con el arribo de los españoles a México llega también su cocina, y es la capirotada uno de los platillos que se hallan citados muy temprano, ya que fue precisamente el medio que utilizó Hernán Cortés para envenenar a Francisco de Garay, su amigo y compadre.
Ya en los recetarios novohispanos la capirotada se encuentra en su modalidad de plato sin carne. Fray Gerónimo de San Pelayo, en su Libro de cocina escrito hacia 1780, la incluye como plato de vigilia.
La confección del platillo persiste: capas de pan, queso y aderezo. Es de destacarse que en la preparación de lo que fray Gerónimo llama el caldo, entra el jitomate, que se convierte en parte del aderezo, pero sin alterarlo de manera radical.
Esta capirotada del siglo XVIII novohispano es, además, el modelo que se encontrará ampliamente utilizado en ese siglo, pues el modelo de capas también era empleado para preparar, por ejemplo, los pastelones, el pescado a dos fuegos y la salsa de sardinas, de acuerdo con fray Gerónimo.
La popularidad de esta capirotada sin carne en 1780, bien podría ser el resultado de alguna de aquellas crisis de alimentos que se dieron a todo lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la carne escaseó, pero también es posible que sólo se suprimiera la carne para poder comerla como plato de la temporada.
Otra referencia a la capirotada de vigilia aparece en el recetario más famoso del siglo XIX, El nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario (ed. Miguel Ángel Porrúa, México, 1992, pp. 130-131), que nos muestra cómo en los lejanos tiempos había la capirotada de carne, que se llamaba capirotada francesa, y la capirotada sin carne, que se subraya como de vigilia, de la cual ofrece dos versiones.
Las dos capirotadas demuestran una vez más cómo la tradición culinaria viaja en el tiempo. Resulta interesante ver que una parte de los ingredientes de la capirotada de fray Gerónimo se encuentran en las del Cocinero mexicano... Por otro lado, la capirotada, ya con jamón o carne de puerco, que aquí se llama francesa, termina con el baño del aderezo a base de huevo, que ya sugería Martínez Montiño en el siglo XVII.
En el siglo XX la capirotada en su version de plato dulce se popularizó más que el de carne, sobre todo como plato de vigilia, para integrarse al grupo de alimentos, como lentejas, habas, croquetas y salsa blanca, tortas de camarón y empanadas, que cubrían la cuaresma. Doña Josefina Velázquez de León, máxima autoridad de cocina hacia los años cuarenta, la incluye en su recetario Platillos de vigilia. Ahí son obvios los cambios: la sustitución de la cazuela por un refractario, y el uso de la palabra “telera”, pero no habrá cambios en el modelo de la capirotada que seguirá teniendo esos tres aspectos que le dan su sello característico: el pan, el aderezo y la técnica de capas.
Otra autora, la maestra Virginia Rodríguez Rivera recoge hacia 1965 una receta procedente de Zacatecas en la que volvemos a ver la capirotada que ya podemos llamar dulce, y que viene a confirmar que esta versión fue la más popular de nuestro país.
Con un legado tan antiguo como es la capirotada, nuestro país comparte de alguna forma ese origen que tuvieron las grandes civilizaciones occidentales a partir de Roma.
A la capirotada romana se le fueron agregando nuevos productos, y México colaboró con el jitomate, pero su técnica se conservó intacta: formar capas hasta terminar con los ingredientes; por eso sería un atrevimiento de nuestra parte apropiarnos de ella y ponerle etiquetas nacionales de plato mestizo, barroco o mexicano por el hecho de llevar jitomate.
La capirotada es un plato que va más allá de esos conceptos que hacen referencia a un entorno cultural particular, ya que se encuentra registrada como parte de los platos de vigilia lo mismo en Texas y Nuevo México que en Puerto Rico y Guatemala, y cuando no como tal, sí como un plato derivado de ella, como es el caso de los golfeados de Venezuela con su modelo de capas de pan y miel, e incluso en lejanos países protestantes como Inglaterra, que cuenta con su propia versión de la capirotada: bread and butter pudding.
La capirotada, ese casi fósil culinario nos da membresía para suscribirnos a la idea de universalidad en el terreno de la gastronomía. La capirotada es de todos y está en peligro de extinción. ¡Salvémosla!. Fuente.Fin

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